Lejos de hacer la crítica sobre el último trabajo de Julio Medem, Caótica Ana, me gustaría aprovechar estas líneas para realizar un breve análisis sobre aquellas imágenes y conceptos que aparecen en el film susceptibles de ser analizados, sin entrar en disquisiciones subjetivas acerca del mismo.
La película cuenta la historia de Ana, una joven pintora, educada por su padre hippy tras el abandono familiar por parte de la madre de la protagonista. Su hogar, una cueva ibicenca de la que se alejará tras haber sido descubierta por una “cazatalentos” francesa; ésta le propone marcharse a Madrid junto a otros jóvenes de parecidas características para, según ella, estudiar y profundizar sobre aquello que la hace especial. Una vez en allí, Ana conoce a Said, de quien se enamora; y descubre, mediante hipnosis, algunas de sus vidas y, sobre todo, sus muertes anteriores.
El film comienza con una imagen bellísima de una paloma en plano detalle que surca el cielo. Mientras, un halcón espera el momento de ser liberado para atrapar a su presa, la frágil paloma. Sin embargo, sucede algo imprevisible, el animal, en pleno vuelo, suelta sus excrementos encima de su asesino en lo que, casi al final del mismo y en una secuencia que nos conduce de nuevo a este comienzo, será denominado por Ana, la protagonista, como “un gesto poético”. No por ello, el ave portadora de la paz quedará libre de castigo y, finalmente, acabará atrapada entre las garras de la muerte mientras la cámara se detiene en mostrar su agonía.
A partir de entonces, las metáforas se suceden en esta película en la que el tema central es la reencarnación. Sin embargo, ésta termina siendo sólo una excusa bajo la que subyacen, de manera alegórica en muchas ocasiones, otras materias por las que el cineasta donostiarra se ha venido interesando a lo largo de su trayectoria profesional, tales como, la mitología vasca, la filosofía o el arte. Así, la cámara, mediante una panorámica, se desplaza por algunos de los títulos que configuran la biblioteca de Said, un joven refugiado de Tinduf, en el desierto de la Hamada, representante del conocimiento en esta historia.
La protagonista en cambio, no quiere profundizar, no quiere saber nada. Prefiere permanecer, tal y como lo hiciera la diosa Mary, en sus habitáculos subterráneos, ligada a la superficie sólo a través de pozos, simas y cavernas, llenas de puertas que cuando se abren sólo muestran dolor y muerte, y la imposibilidad de unión entre el hombre y la mujer, precisamente porque ser él el destructor de ella. Pero Ana no estará mucho tiempo en el lado de las sombras y, al igual que describiera Platón en el mito de la caverna, la protagonista será introducida por la “madame” o mecenas, como ella misma se autodenomina, hacia el mundo de las ideas y el conocimiento. Al borde del abismo, Ana contempla ese paso intermedio entre el mito y la filosofía, encarnado en unas imágenes que dan cuenta del sol, la luna, la tierra y el agua, y que representan aquello que algún presocrático denominó Teoría de las cuatro raíces, según la cual éstas están sometidas a dos fuerzas, que pretenden explicar el movimiento (generación y corrupción) en el mundo: el Amor, que las une, y el Odio, que las separa.
No obstante, Ana decide dar el salto, y la encargada de guiarla por ese otro mundo, el del conocimiento, es Linda; lo hará mediante un ojo, el de su cámara de vídeo, mostrando a la protagonista la realidad y el dolor que supone liberarse de las ataduras y las cadenas del desconocimiento. Unas pinturas a la cera, de vivos colores y estilo un tanto naif, vinculan a la protagonista con sus vidas anteriores, contrastando así con esas otras que son mostradas a través del ojo de la cámara de Linda y que representan el presente más inmediato.
Huyendo de este dolor al que anteriormente hacía referencia, Ana llega al país de la libertad; allí se reencuentra con sus ancestros y sus orígenes. Para ello habrá de atravesar el mítico paisaje fordiano del desierto de Arizona, con el Monument Valley al fondo, mientras es guiada por Anglo, su hipnotizador hacia la reserva de los hopies donde finalmente parece encontrar su función.
En la última parte de la película, Ana se alza en defensa de aquellos que mueren porque otros así lo han decidido. De esta empresa particular saldrá mal herida, pero victoriosa a la vez. Así es señalado por esa imagen de la Victoria de Samotracia que aparece fugazmente al final del film, subrayando el triunfo en la guerra y la participación triunfante en la vida, de la paloma sobre el halcón, en definitiva, de la vida sobre la muerte.
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