No es fácil encontrar en las carteleras de nuestras ciudades películas sobre las que poder reflexionar y que, además, supongan un placer para nuestros sentidos; por eso, durante mis breves estancias en Madrid, no desaprovecho la ocasión de acercarme a alguna sala de cine en la que intuyo que estos dos fenómenos se aúnan cuando la luz se apaga y comienza el espectáculo. En mi último viaje a la metrópolis, decidí penetrar En la ciudad de Silvia, el último film de J. L. Guerín, decisión que, a la postre, considero muy acertada porque no defraudó mis expectativas, algo que no ocurre con frecuencia.
El argumento es sencillo, o quizás no tanto. Se trata de un hombre, una mirada masculina por tanto, que busca en cada rostro de las mujeres con las que se cruza a su mujer ideal. El lugar elegido por el cineasta es Estrasburgo, una ciudad medieval, peatonal y silenciosa donde, según el propio Guerín, “era posible crear un relieve sonoro”. Durante tres días, separados entre sí por intervalos de sombras, el protagonista de este film, -me refiero al que aparece en la pantalla, porque, sin lugar a dudas, la acción de la película recae en la complicidad del espectador que la observa, siguiendo las directrices ya marcadas por Bergman, Godard, o Antonioni- proyecta en las páginas en blanco de un cuaderno, instantes fugaces provenientes de aquellos rostros femeninos que encuentra a su paso y que, por algún motivo, le atraen.
La película juega con el suspense; con el suspense abismal que provoca la mirada de un hombre dirigida a una mujer. La cámara, cómplice del mismo, mira con el protagonista, pero también lo mira a él. Los encuadres fijos se suceden mientras el interior de los mismos se transforma haciéndose presente en ellos el tiempo y el juego con la profundidad de campo, alternando el enfoque y desenfoque de la imagen tanto en primer término de la composición como en el último término de la misma. Encuadres que muestran manos que se agitan; labios que se mueven emitiendo sonidos mudos; detalles del pelo, la boca o los ojos de aquéllas, que, sin imaginarlo siquiera, están siendo observadas escrupulosamente. Y mientras esos rostros que se suceden en la pantalla son silenciados, los sonidos de la realidad que envuelve a la ensoñación del protagonista –pakistaníes que venden rosas, acordeonistas rumanos, conversaciones de transeúntes que cruzan las calles, etc.- configuran la banda sonora del film.
Sin embargo, estos encuadres fijos de la primera parte dejan paso a otros móviles cuando el protagonista, entre todos esos rostros femeninos que va diseccionando, descubre uno que le llama especialmente la atención; inicia entonces una persecución por las calles angostas y silenciosas de esta ciudad europea, casi tierra de nadie. Los campos vacíos se suceden y la cámara se detiene en ellos hasta que un personaje ocupa el espacio; y así, entre travellings de acompañamiento y encuadres fijos, el protagonista descubrirá que la mujer a la que persigue resulta no ser quien él cree. Es entonces, cuando la cámara se hace autónoma, y al más puro estilo antonioniano en el final de El eclipse, recorre aquellos espacios en los que ha tenido lugar la persecución.
Señalaría un último detalle que contribuye a que el suspense en el film aumente, la ausencia de nombres propios correspondientes a los protagonistas; sólo a esta mujer imaginaria se le concede entidad en el mismo con el nombre de Silvia; no obstante, hemos de tener en cuenta que no es el único nombre que aparece en el universo diegético de la película. Pero no seré yo quien destruya todo el suspense que la misma genera, así que ese detalle me propongo dejarlo para que lo descubran todos aquellos que quieran aproximarse a En la ciudad de Silvia. Sólo diré, para concluir, que cuando abandoné la sala donde se proyectaba el film, mis sentidos, más sensibles de lo habitual, me hicieron consciente de una realidad que en la cotidianidad se nos escapa.