sábado, 22 de septiembre de 2007

"EN LA CIUDAD DE SILVIA": ENSOÑACIÓN Y REALIDAD



No es fácil encontrar en las carteleras de nuestras ciudades películas sobre las que poder reflexionar y que, además, supongan un placer para nuestros sentidos; por eso, durante mis breves estancias en Madrid, no desaprovecho la ocasión de acercarme a alguna sala de cine en la que intuyo que estos dos fenómenos se aúnan cuando la luz se apaga y comienza el espectáculo. En mi último viaje a la metrópolis, decidí penetrar En la ciudad de Silvia, el último film de J. L. Guerín, decisión que, a la postre, considero muy acertada porque no defraudó mis expectativas, algo que no ocurre con frecuencia.


El argumento es sencillo, o quizás no tanto. Se trata de un hombre, una mirada masculina por tanto, que busca en cada rostro de las mujeres con las que se cruza a su mujer ideal. El lugar elegido por el cineasta es Estrasburgo, una ciudad medieval, peatonal y silenciosa donde, según el propio Guerín, “era posible crear un relieve sonoro”. Durante tres días, separados entre sí por intervalos de sombras, el protagonista de este film, -me refiero al que aparece en la pantalla, porque, sin lugar a dudas, la acción de la película recae en la complicidad del espectador que la observa, siguiendo las directrices ya marcadas por Bergman, Godard, o Antonioni- proyecta en las páginas en blanco de un cuaderno, instantes fugaces provenientes de aquellos rostros femeninos que encuentra a su paso y que, por algún motivo, le atraen.


La película juega con el suspense; con el suspense abismal que provoca la mirada de un hombre dirigida a una mujer. La cámara, cómplice del mismo, mira con el protagonista, pero también lo mira a él. Los encuadres fijos se suceden mientras el interior de los mismos se transforma haciéndose presente en ellos el tiempo y el juego con la profundidad de campo, alternando el enfoque y desenfoque de la imagen tanto en primer término de la composición como en el último término de la misma. Encuadres que muestran manos que se agitan; labios que se mueven emitiendo sonidos mudos; detalles del pelo, la boca o los ojos de aquéllas, que, sin imaginarlo siquiera, están siendo observadas escrupulosamente. Y mientras esos rostros que se suceden en la pantalla son silenciados, los sonidos de la realidad que envuelve a la ensoñación del protagonista –pakistaníes que venden rosas, acordeonistas rumanos, conversaciones de transeúntes que cruzan las calles, etc.- configuran la banda sonora del film.


Sin embargo, estos encuadres fijos de la primera parte dejan paso a otros móviles cuando el protagonista, entre todos esos rostros femeninos que va diseccionando, descubre uno que le llama especialmente la atención; inicia entonces una persecución por las calles angostas y silenciosas de esta ciudad europea, casi tierra de nadie. Los campos vacíos se suceden y la cámara se detiene en ellos hasta que un personaje ocupa el espacio; y así, entre travellings de acompañamiento y encuadres fijos, el protagonista descubrirá que la mujer a la que persigue resulta no ser quien él cree. Es entonces, cuando la cámara se hace autónoma, y al más puro estilo antonioniano en el final de El eclipse, recorre aquellos espacios en los que ha tenido lugar la persecución.


Señalaría un último detalle que contribuye a que el suspense en el film aumente, la ausencia de nombres propios correspondientes a los protagonistas; sólo a esta mujer imaginaria se le concede entidad en el mismo con el nombre de Silvia; no obstante, hemos de tener en cuenta que no es el único nombre que aparece en el universo diegético de la película. Pero no seré yo quien destruya todo el suspense que la misma genera, así que ese detalle me propongo dejarlo para que lo descubran todos aquellos que quieran aproximarse a En la ciudad de Silvia. Sólo diré, para concluir, que cuando abandoné la sala donde se proyectaba el film, mis sentidos, más sensibles de lo habitual, me hicieron consciente de una realidad que en la cotidianidad se nos escapa.

viernes, 21 de septiembre de 2007

ARQUEOLOGÍA

Este verano he tenido la oportunidad de sumergirme en el maravilloso mundo de Indiana Jones y la Arqueología. Un viaje fallido me llevó a organizarme el verano rápidamente y, buscando, buscando, apareció mi oportunidad:
“Prácticas Arqueológicas de Campo en Excavaciones Abiertas” . Así, el 6 de Agosto comenzó mi aventura y la de ocho licenciados con su carrera recién salida del horno. Ha sido un mes de aprendizaje intenso: calcular niveles, identificar piezas, cavar, calcular hipotenusas…Es curioso, porque cuando lo recuerdo, no pienso en los madrugones, en la espalda doblada, o en el polvo que tragamos. Aparece en mi memoria como algo fantástico, como si la aventura de sumergirse en el pasado y andar pisando por el siglo XVI hubiese sido la realización de un film. Geena Davis dijo cuando acabó de rodar “La isla de los piratas de las cabezas cortadas” -donde interpretaba a la pirata Morgan- “…qué pena que se termine el rodaje y dejar de ser una pirata”.

Tras esta vivencia, sólo me queda hacer una reflexión: se gestiona adecuadamente la cultura para llegar a los individuos o somos los individuos los que movidos por nuestra curiosidad debemos llegar hasta ella. Por qué todos fuimos a ver Indiana Jones o hemos leído “El origen perdido” y tan poca gente tiene la curiosidad de meterse en una excavación –experiencia que recomiendo-.

He escuchado entre los arqueólogos la palabra difusión. Y es que un mundo tan atractivo como el de la Arqueología debe encontrar ese canal de difusión –al margen del cine y la novela- entre la gestión y la curiosidad. Sólo así nuestros sueños de convertirnos en héroes y encontrar tesoros podrán hacerse realidad.

miércoles, 12 de septiembre de 2007

¿UNA CENA EN RATATOUILLE?



Ayer, dos niños a quienes adoro, me llevaron al cine. La película seleccionada fue Ratatouille, la última producción de la compañía Pixar. Allí, en la sala, entre Chetos y refrescos, una rata con ambiciones nos hizo reír, soñar y emocionarnos; el marco elegido París, la ciudad donde todos los sueños pueden hacerse realidad. Y es que Remy, así se llama nuestro protagonista, es una rata de campo cuyo deseo es convertirse en un gran chef aprovechando su talento innato para con el arte culinario.


El sueño americano se pone de manifiesto en cada uno de los segundos de duración del film. El lema, “todo aquel que se lo proponga puede conseguirlo”, se explicita en numerosas ocasiones, comenzando por la frase que da título al libro del gran maestro de la cocina francesa Gusteau, fiel consejero en la sombra de nuestra rata protagonista. La estructura del film, ejemplarmente clásica, pone de relieve la importancia de este héroe peludo que en todo momento sustenta la acción, al igual que cualquiera de los clásicos; pienso en algunos de ellos como Roak, el protagonista de El manantial de K. Vidor. Uno y otro, defienden con valor y coraje aquello en lo que creen consiguiendo finalmente sus propósitos, por mucho que éstos puedan resultar increíblemente inverosímiles. Porque ¿quién podría apostar por el futuro como gran chef de una rata proveniente de las alcantarillas, eso sí, parisinas? Es entonces cuando a una no le importaría ser un animal peludo, si ello lleva implícito el éxito; seguramente porque los espectadores, acostumbrados al relato clásico tradicional, sometidos a los dictados causales y psicológicos propuestos por la narración, poseemos una disposición mental que puede activarse con cualquier film en concreto y contrastarse con él, aunque la idea sea de lo más disparatada.


Esta idea, precisamente, de convertirse uno mismo en el dueño de su destino la pudimos ver recreada en el film Bebe, el cerdito valiente, una producción australiana que cuenta la historia de un cerdito cuyo propósito es convertirse en un perro ovejero, aunque para ello ha de renunciar a sus orígenes. En Ratatouille la cosa se complica cuándo sin perder su entidad como rata, Remy, consigue su sueño. “No importa que seas diferente, ni cuál sea tu procedencia si los demás te ven como tú quieres”. Es entonces cuando entra en escena uno de los personajes más interesantes del film. Desde el lado de las sombras llega Ego –nombre que, por cierto, no responde al azar-, un temido crítico en materia culinaria. Esta especie de Nosferatu, consciente de su poder reclama al misterioso chef una nueva perspectiva, convencido a la vez de no encontrar respuesta. Pero, sorprendentemente Remy con el plato que posteriormente lo haría famoso, el ratatouille, consigue ablandar el paladar y el corazón de aquél que un día hiciera temblar con su pluma los cimientos del restaurante Gusteau. Paradójicamente las necesidades artísticas del crítico se ven satisfechas por una rata, lo que demuestra que el arte puede hallarse en los lugares más recónditos e insospechados, y cuando casualmente nos encontramos con él sólo hay que dejar que invada nuestros sentidos.


He de reconocer, concluyendo, que no soy muy asidua del cine de animación, pero Ratatouille colmó con creces mis expectativas y las de mis jóvenes acompañantes.

sábado, 8 de septiembre de 2007

MEDEM Y EL ETERNO RETORNO




Lejos de hacer la crítica sobre el último trabajo de Julio Medem, Caótica Ana, me gustaría aprovechar estas líneas para realizar un breve análisis sobre aquellas imágenes y conceptos que aparecen en el film susceptibles de ser analizados, sin entrar en disquisiciones subjetivas acerca del mismo.

La película cuenta la historia de Ana, una joven pintora, educada por su padre hippy tras el abandono familiar por parte de la madre de la protagonista. Su hogar, una cueva ibicenca de la que se alejará tras haber sido descubierta por una “cazatalentos” francesa; ésta le propone marcharse a Madrid junto a otros jóvenes de parecidas características para, según ella, estudiar y profundizar sobre aquello que la hace especial. Una vez en allí, Ana conoce a Said, de quien se enamora; y descubre, mediante hipnosis, algunas de sus vidas y, sobre todo, sus muertes anteriores.

El film comienza con una imagen bellísima de una paloma en plano detalle que surca el cielo. Mientras, un halcón espera el momento de ser liberado para atrapar a su presa, la frágil paloma. Sin embargo, sucede algo imprevisible, el animal, en pleno vuelo, suelta sus excrementos encima de su asesino en lo que, casi al final del mismo y en una secuencia que nos conduce de nuevo a este comienzo, será denominado por Ana, la protagonista, como “un gesto poético”. No por ello, el ave portadora de la paz quedará libre de castigo y, finalmente, acabará atrapada entre las garras de la muerte mientras la cámara se detiene en mostrar su agonía.

A partir de entonces, las metáforas se suceden en esta película en la que el tema central es la reencarnación. Sin embargo, ésta termina siendo sólo una excusa bajo la que subyacen, de manera alegórica en muchas ocasiones, otras materias por las que el cineasta donostiarra se ha venido interesando a lo largo de su trayectoria profesional, tales como, la mitología vasca, la filosofía o el arte. Así, la cámara, mediante una panorámica, se desplaza por algunos de los títulos que configuran la biblioteca de Said, un joven refugiado de Tinduf, en el desierto de la Hamada, representante del conocimiento en esta historia.

La protagonista en cambio, no quiere profundizar, no quiere saber nada. Prefiere permanecer, tal y como lo hiciera la diosa Mary, en sus habitáculos subterráneos, ligada a la superficie sólo a través de pozos, simas y cavernas, llenas de puertas que cuando se abren sólo muestran dolor y muerte, y la imposibilidad de unión entre el hombre y la mujer, precisamente porque ser él el destructor de ella. Pero Ana no estará mucho tiempo en el lado de las sombras y, al igual que describiera Platón en el mito de la caverna, la protagonista será introducida por la “madame” o mecenas, como ella misma se autodenomina, hacia el mundo de las ideas y el conocimiento. Al borde del abismo, Ana contempla ese paso intermedio entre el mito y la filosofía, encarnado en unas imágenes que dan cuenta del sol, la luna, la tierra y el agua, y que representan aquello que algún presocrático denominó Teoría de las cuatro raíces, según la cual éstas están sometidas a dos fuerzas, que pretenden explicar el movimiento (generación y corrupción) en el mundo: el Amor, que las une, y el Odio, que las separa.

No obstante, Ana decide dar el salto, y la encargada de guiarla por ese otro mundo, el del conocimiento, es Linda; lo hará mediante un ojo, el de su cámara de vídeo, mostrando a la protagonista la realidad y el dolor que supone liberarse de las ataduras y las cadenas del desconocimiento. Unas pinturas a la cera, de vivos colores y estilo un tanto naif, vinculan a la protagonista con sus vidas anteriores, contrastando así con esas otras que son mostradas a través del ojo de la cámara de Linda y que representan el presente más inmediato.

Huyendo de este dolor al que anteriormente hacía referencia, Ana llega al país de la libertad; allí se reencuentra con sus ancestros y sus orígenes. Para ello habrá de atravesar el mítico paisaje fordiano del desierto de Arizona, con el Monument Valley al fondo, mientras es guiada por Anglo, su hipnotizador hacia la reserva de los hopies donde finalmente parece encontrar su función.

En la última parte de la película, Ana se alza en defensa de aquellos que mueren porque otros así lo han decidido. De esta empresa particular saldrá mal herida, pero victoriosa a la vez. Así es señalado por esa imagen de la Victoria de Samotracia que aparece fugazmente al final del film, subrayando el triunfo en la guerra y la participación triunfante en la vida, de la paloma sobre el halcón, en definitiva, de la vida sobre la muerte.